La Universidad del Valle es un pilar fundamental en el suroccidente colombiano. Con una historia que data de 1945, esta institución pública ha sido un faro de educación, investigación y pensamiento crítico, formando profesionales que impulsan el desarrollo de la región y del país. Sin embargo, su prestigio y su misión se ven empañados recurrentemente por las acciones de los encapuchados, un fenómeno que, lejos de fortalecer las luchas estudiantiles legítimas, genera un perjuicio profundo a la comunidad académica y a la sociedad caleña en general.
Los encapuchados y el daño a la Universidad del Valle: una reflexión necesaria

El accionar de los encapuchados, que con frecuencia protagonizan disturbios frente a la sede Meléndez, no puede desligarse de las consecuencias negativas que deja a su paso. Los bloqueos de vías como la Avenida Pasoancho, el uso de artefactos explosivos como papas bomba y la quema de objetos —incluyendo motos de agentes o vehículos públicos— no solo alteran el orden público, sino que afectan directamente el funcionamiento de la universidad.
En los últimos años, se han registrado múltiples episodios en los que las clases deben suspenderse, los estudiantes y docentes son evacuados y las instalaciones sufren daños. Estas interrupciones atentan contra el derecho a la educación de miles de jóvenes que ven en la Universidad del Valle una oportunidad para salir adelante, especialmente aquellos provenientes de sectores vulnerables que dependen de esta institución pública.
Más allá del impacto logístico, las acciones violentas de los encapuchados erosionan la legitimidad de las demandas estudiantiles. La Universidad del Valle tiene una larga tradición de activismo social, desde los congresos estudiantiles de los años 50 hasta las protestas por la autonomía universitaria en décadas posteriores. Sin embargo, cuando las manifestaciones derivan en actos vandálicos, el mensaje se diluye.
La quema de una motocicleta, de un articulado del transporte público o el enfrentamiento con la policía no visibilizan las necesidades de financiación; por el contrario, desvían la atención hacia el caos y refuerzan narrativas que asocian a los estudiantes con la delincuencia. Esto no solo aleja el apoyo de la ciudadanía, sino que pone en riesgo el respaldo institucional que Univalle necesita para seguir siendo un referente académico.
Otro aspecto preocupante es el daño reputacional. En un contexto donde las universidades públicas luchan por recursos y prestigio frente a la creciente oferta privada, los titulares sobre disturbios y encapuchados alimentan una percepción negativa. Empresas, organismos internacionales y académicos que podrían colaborar con la Universidad del Valle podrían verse disuadidos de asociar su institución con esa problemática. Este estigma no solo afecta las oportunidades de investigación y movilidad internacional, sino que también golpea a los egresados, cuyos títulos podrían ser injustamente cuestionados en el mercado laboral.
No hay duda de que los desmanes de los encapuchados afuera de la Universidad del Valle rara vez tienen una justificación sólida. Lejos de responder a problemas claros como recortes presupuestales o fallos de infraestructura, estos actos suelen ser impulsados por personajes que ni siquiera comprenden las razones detrás de sus propias protestas, dejándose llevar por un impulso ciego de rebeldía sin propósito. Todo apunta a que el verdadero interés no es mejorar la universidad, sino generar caos por el caos mismo, desestabilizando el orden que tanto esfuerzo ha costado construir en Colombia. Estos encapuchados, escondidos tras sus máscaras, no representan una lucha legítima; más bien, en muchas ocasiones, han sido peones útiles para promover discursos de izquierda radical, alineados con las agendas de dictaduras latinoamericanas como las de Venezuela o Cuba, que buscan romantizar la violencia y socavar las libertades individuales. La historia demuestra que el progreso no viene de la anarquía ni de las consignas trasnochadas, sino del respeto a la ley, el trabajo responsable y las instituciones. La comunidad universitaria debería rechazar de plano estas tácticas que solo sirven para perpetuar el atraso y el populismo destructivo.

La Universidad del Valle merece ser un espacio de debate, aprendizaje y construcción colectiva, no un campo de batalla. Las autoridades, por su parte, tienen la responsabilidad de garantizar la seguridad sin caer en excesos que escalen los conflictos, mientras que los estudiantes deben encontrar formas de canalizar sus demandas sin sacrificar el bienestar de sus pares ni el propósito de su institución.